Que el último que se vaya apague la luz: adiós a las RRSS

Hace varios meses que he estado rumiando una idea, y al fin me he decidido a ejecutarla: abandonar las plataformas virtuales, dejar de producir contenido para ellas, dejar atrás las conversaciones, y cancelar la búsqueda de lecturas en estos espacios.

Todo comenzó mientras leía una tesis de posgrado sobre cómo los estudiantes de doctorado son entrenados, a través del currículum oculto, para comunicar sus resultados de investigación en redes sociales. Esto me llevó a explorar la literatura sobre el self-branding en medios sociales, que se ha convertido en una actividad profesional cotidiana para muchas personas.

Al revisar esta tesis y la literatura académica que la sustenta, me di cuenta de que estoy cansado de dedicar tiempo a mi página web, de promocionar mis artículos, de subir mensajes y fotos de la última conferencia a la que asistí. Todo esto agota, desvía mi atención, y me roba tiempo para estar presente en la vida que pasa frente a mis ojos, lanzándome a una competencia interminable para ver quién publica más, quién tiene más “likes” o retuits. Como diría mi papá, estoy “up to the mother”.

Además, en meses recientes me topé con el polémico best-seller The Great Rewiring, escrito por un psicólogo social que argumenta que parte del deterioro de la salud mental de los jóvenes contemporáneos se debe a los cambios y distorsiones que las redes sociales han causado en la distribución del tiempo y en las adicciones generadas por la liberación de dopamina ante los “likes” —algo que se vincula con lo que comentaba antes.

Leí el libro con atención, no solo porque aborda la relación entre las adolescentes y los medios sociales, y lo destructiva que puede ser, especialmente en Instagram, sino también por la preocupación de cómo educar a mi hija de nueve años en este entorno digital. A nivel profesional, también me interesó por lo que observo como director de un departamento con casi mil estudiantes, la mayoría en licenciatura, donde los problemas de salud mental han aumentado y donde, cada vez más, es difícil impartir clase ante estudiantes que prestan más atención a sus teléfonos que a lo que ocurre en el aula.

El libro, ampliamente publicitado, se volvió tema de conversación en varios espacios académicos y surgieron, como era de esperarse, críticas a sus planteamientos. Revisé estas críticas: algunas abordaban cuestiones complejas de métodos estadísticos; otras, las que resonaron más en mi cabeza, advertían sobre la importancia de no caer en determinismos tecnológicos ni en pánicos morales en nuestros análisis sobre las tecnologías comunicativas.

Aun con las críticas, creo que el libro, sin ser la explicación total de lo que ocurre, aporta evidencias importantes sobre los efectos de algo que ya se sabía públicamente: estas plataformas están diseñadas para generar adicción y capturar la atención de los usuarios. Al leer las críticas, especialmente las metodológicas, me dejó un sabor amargo constatar la obsesión de que para que algo sea cierto debe comprobarse no solo científicamente, sino matemáticamente. A mis ojos, no es necesario encontrar una causalidad estadística entre el uso de redes sociales y el deterioro de la salud mental si esto es algo que puedo observar en mi entorno inmediato e, incluso, en mi propia vida.

También encuentro razones políticas para esta retirada. En 2016, Zuckerberg y compañía admitieron haber modificado el algoritmo durante las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Y, posteriormente, conocimos de sus “experimentos” sociales alrededor del mundo, episodios funestos en varios países del sur global. Ahora, ocho años después, la figura central es Elon Musk, quien desempeñó un papel protagónico en la elección de Trump, a quien apoyó a través de Twitter (que no me acostumbro a llamar X). Recientemente, mi feed se ha llenado de noticias falsas, de mensajes del mismo Musk y ahora, de Trump. En México, la conversación se ha vuelto sombría, entre los pro y anti-4T, entre la red pro-AMLO y la oposición, entre quienes se consideran moralmente superiores en sus juicios políticos… y otros que también se creen moralmente superiores en los suyos.

Finalmente, durante muchos años, las redes me resultaron útiles para descubrir textos periodísticos y columnas políticas interesantes. Pero los algoritmos comenzaron a cambiar a conveniencia de sus dueños, y esas ideas que antes encontraba dejaron de fluir. Cada vez encuentro menos contenido de mi interés; en su lugar, abundan peleas, burlas, insultos y comentarios mordaces e irónicos, pero carentes de inteligencia.

Al verme inmerso en todo esto, caigo en cuenta de que me ha quitado tiempo y atención. Necesito silencio. Tiempo para contemplar y reflexionar sobre lo que sucede. Tiempo para construir nuevas interpretaciones sobre los sistemas comunicacionales de nuestro tiempo y para hacer trabajo de investigación alejado del “like” y la cita.

No sé si en el futuro regresaré a estos espacios, pero por ahora, iré apagando la luz en este rincón. Nos leemos, o mejor aún, nos vemos en otros lugares.

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